The aftermath

No es que no quisiera escribir o no tuviera sobre qué. En los dos últimos años mi vida ha cambiado tanto que apenas logro comprender cómo sucedieron las cosas. Vivir una pandemia me parecía una experiencia lo suficientemente determinante para ser fuente de inspiración, pero en aquella primera cuarentena (esa que fueron las interminables vacaciones de Semana santa), me pareció que todos estaban creando, escribiendo y reflexionando sobre lo que implicaba este suceso. Sentí que no tenía algo diferente qué aportar, y me instalé sola en un mudo concordar.

Las primeras semanas fueron casi hasta divertidas. Mi esposo y yo pintamos la casa mientras bebimos cerveza, renové un viejo mueble e inicié un incipiente jardín pintando macetas; leí, descansé y chocamos por primera vez. Al regresar a casa, mi suegro propuso curar de espanto a mi esposo, que era el que manejaba, y me preguntó si también quería que me curara, lo que decliné por ser escéptica. Sin embargo, me quedé en la puerta de la habitación mirando cómo le echaba alcohol y le oraba con la mano posada en la nuca. En algún punto de las semanas subsecuentes, un familiar de mi suegro, ya grande, falleció, y él se ofreció a ayudar con la logística y el trabajo que requerían las novenas. Unos pocos días después de que finalizaran, se resfrió, o eso pensamos. Mi suegro falleció a finales de julio de ese primer año. Nunca tuvimos la certeza de que fuese COVID, pues las pruebas de sangre salieron negativas; en aquel entonces no habían pruebas PCR en la ciudad. Fue confuso, inesperado y doloroso.

De pronto, la visión que el hombre que yo amo tenía sobre su propia vida, no existía más. Yo no tenía nada qué hacer, cómo ayudar; me sentí completamente inútil ante su profundo dolor. Pensaba en qué necesitaría yo de él, si la situación se presentase a la inversa, y lo único que atiné a adivinar es que, lo que menos querría de mi pareja, es que sea otro problema. Me alineé entonces a lo que se necesitaba en casa, ya sea limpiar, cocinar, cuidar, etc. Ese verano también yo perdí la certeza que tenía sobre las cosas, por primera vez en mi vida le tuve miedo a la muerte y comprendí mi propia insignificancia ante ella. Hacer planes parecía tonto, o cuando menos ingenuo; temí profundamente por mis padres e incluso desarrollé una especie de fobia a las reuniones, por más pequeñas que éstas sean.

Poco a poco, y tal como predijo mi padre, los días se volvieron semanas y las semanas meses, y la vida fue adaptándose a la muerte constante, esa que siempre ha habitado entre nosotros, pero que no notábamos tan presente. Mi hermana me anunció su embarazo, y tras mucho tiempo, volví a llorar de felicidad, celebramos Navidad y cumpleaños a distancia y mi sobrino nació. En el verano del segundo año, era ahora mi hermana quien lloraba con la noticia de mi embarazo.

Durante todo ese tiempo, no deseé escribir al respecto, pues pese a vivirlo de cerca y haber sido afectada, no era mi pérdida, no me sentía ni con ganas o derecho, y oscilé entre ese espacio creativo del silencio propio y el frenesí constante del ruido externo. Parecía que no había nada qué decir, la muerte es avasalladora, definitiva. Sin embargo, el jardín creció, mi esposo reencontró la felicidad en su camino, y pese al miedo, los proyectos aparecen ante nuestros ojos, brillantes y posibles. A veces no sé si quisiera volver a ser la misma persona que fui antes de todo esto; ya no soy capaz de dar las cosas por sentado, y suelo ser más agradecida con mi día a día. Soy consciente de que detrás de esas lecciones yace el miedo, la vulnerabilidad que me da saberme afortunada, tener tanto por perder. Y del miedo sí que podría escribir.

El nuevo jardín.